La palabra analfabeta y la magia antipática

Una reflexión sobre el desproporcionado poder mágico que se atribuye a la palabra en un mundo dominado por el analfabetismo funcional.

"Están volviendo obligatorio sustituir el activismo por el eufemismo..."
"Están volviendo obligatorio sustituir el activismo por el eufemismo..."

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Entiendo que el título de estas líneas es doblemente contraintuitivo. De hecho, la palabra fue analfabeta en los milenios anteriores a la escritura, y Sir James Frazer, que se anticipó en décadas a los semiólogos al comprender los ejes de lo mágico, que son los mismos que los del lenguaje, habló sólo de la magia simpática y nunca mencionó la antipática; pero si tienen la paciencia de leer hasta el final, quizás esas rarezas queden razonablemente justificadas en el mundo actual.

Comencemos con el retorno de situaciones lindantes con el analfabetismo. Hasta bien avanzado el siglo XX, las cifras de alfabetización mejoraban año a año, y, por entonces, parece que saber leer implicaba de por sí entender, si no todo, al menos la mayor parte de lo que se leía. El analfabetismo funcional era una rareza y a nadie se le ocurría inventar una disciplina llamada «lectura comprensiva», a la que de hecho nos referimos con frecuencia como «comprensión lectora» (lo que en castellano es una aberración sintáctica) porque el concepto solo se aplicaba al aprendizaje de lenguas extrajeras, así que nos quedamos con la sintaxis del nombre de la materia en inglés.

Ahora buena parte de la gente alfabeta de esa época ha dejado de leer, con lo cual incluso aquellos que comprenderían los textos si leyeran, han convertido su alfabetismo en insignificante. Los jóvenes aprenden cada vez mejor en el sistema educativo a aborrecer la lectura, lo que ha empobrecido su vocabulario y disminuido su comprensión de los contenidos; para guinda del pastel, se achicó el tiempo de atención y, en consecuencia, colapsó su retención de lo poco que leen por obligación y a disgusto.

No son solo ideas mías del tipo «cualquier tiempo pasado fue mejor», sino que tales afirmaciones están ampliamente confirmadas por docenas de estudios estadísticos en todo el mundo, y ni hablemos de Paraguay, que aparece sistemáticamente en el podio de los peores en lenguaje y matemáticas… Quizás si comprendieran mejor lo que leen, entenderían lo que explican (con enigmáticas palabras que hay que descifrar) los libros y profes de matemáticas.

Hace algunos meses defendí, en un artículo publicado en este mismo espacio, que esas falencias del lenguaje son la causa de que otra miríada de estudios esté señalando una significativa disminución de los coeficientes intelectuales; no son en realidad más tontos, simplemente carecen de buen uso de la única herramienta conocida para tener, administrar y transmitir ideas: el lenguaje.

¿Qué tiene esto que ver con la magia? Tengo la esperanza de que me disculpen que, para ahorrar explicaciones, asuma el ego de citarme a mí mismo, que escribí en uno de mis epihaikus: «Las palabras adquieren más poderes / en la cabeza de quienes menos de ellas tienen / y en las personas de más pobre cultura; / la magia del palabro rimbombante / es inversamente proporcional a la lectura».

Esa magia que adquiere el palabrerío vacuo, la jerga incomprensible, se transfiere, casi automáticamente, a un sistema conceptual mágico que, como en la magia simpática de Frazer, atribuye a la representación poder sobre lo representado, y a la ritualidad de representarlo, carácter de ceremonia que potencia tal imaginario poder de las representaciones sobre lo real: nombro algo, existe; prohíbo que se nombre, deja de existir… cúrate a ti mismo repitiendo un millón de veces «estoy sano».

Así es como la palabra analfabeta (no por la palabra misma, sino por sus usuarios) se transforma en la más antipática de las magias: la convicción de que la mente controla la materia a través del lenguaje, que basta no nombrar algo para que no exista, que alterar su representación lingüística hará desparecer problemas sociales o humanos como el racismo, el machismo, el sexismo, la vejez, las minusvalías, etc. Nos decimos a nosotros mismos que estamos actuando a favor o en contra de algo, cuando en realidad aullamos a la luna, sin otro resultado que dejar que los problemas sigan su curso natural entrópico de agravarse a medida que no se los atiende.

Esa palabra analfabeta y esa magia antipática son el caballo de batalla de los libros de autoayuda y los vendedores de humo, la herramienta de las sectas y la delicia de los políticos corruptos que repiten, como jaculatorias, slogans de un optimismo criminal. Pero es más grave aún (porque de todos esos engañifes no se puede esperar otra cosa) que hayan conseguido imponer, a través de la corrección política, la obligatoriedad de rendirse a la palabra analfabeta y la magia antipática.

Así, de pronto, en lugar de dedicar esfuerzos a parar los femicidios (lo correcto gramaticalmente sería feminicidios, pero hasta en eso anda la cosa en deterioro), pelean por modificar la gramática sin saber siquiera si desean potenciar o eliminar el género. Así, en lugar de glosar la esclavitud y denunciarla donde aparezca (que, por cierto, está retornando de manos del capitalismo postindustrial), la hacen desaparecer de la historia y generan una ficción en la que adjudican poder y status a quienes en realidad fueron víctimas, y, para corroborarlo, se proponen alterar los libros de época en nombre de una supuesta sensibilidad tan falsa como histérica. El problema de esta actitud es que, a futuro, anula cualquier «nunca más».

Todo esto es simplemente tan contraproducente como darle bicarbonato a quien necesita penicilina, porque, en lugar de detectar y afrontar los problemas, se aplican rituales mágicos que, más allá de aliviar las conciencias de los practicantes de la magia antipática, no tienen absolutamente ningún impacto sobre la problemática que presuntamente se pretende solucionar y que empeora a la vista de todos sin el más mínimo respeto por los magos antipáticos que, como los creyentes fanáticos de todos los tiempos, en lugar de actuar cambiando lo que a todas luces no funciona, accionan para acallar las críticas a sus rituales, reclamando histéricamente fe ciega y rebautizando la vieja censura con el sacrosanto nombre de «cancelación».

La palabra analfabeta y la magia antipática se han convertido en la peor catástrofe para el progresismo desde el ascenso de los autoritarismos de la década de 1930, porque han convencido a una gran cantidad de magos antipáticos de que la intolerancia, la censura y la renuncia a la racionalidad para convertir ideología en fe fundamentalista son las señas de identidad de un progresista; simplemente, están volviendo obligatorio sustituir el activismo por el eufemismo.

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