Los milenials son los nuevos boomers

Desde hace como mínimo dos décadas, nuestro mundo se ha llenado de adultos de 30, 40 y más años que niegan psicóticamente su edad real. El uso comercial y sin valor científico del término «generación» debió su éxito precisamente al miedo a envejecer.

"El miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea". Susan Sontag en Francia, 1972 (Jean-Regis Roustan - Roger Viollet).
"El miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea". Susan Sontag en Francia, 1972 (Jean-Regis Roustan - Roger Viollet).

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«El miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea». Susan Sontag tenía 28 años cuando escribió esto en su diario el 9 de diciembre de 1961 (1). Para entonces, llevaba una década publicando su trabajo crítico en la prensa, desde que empezó en la Chicago Review a los 18, y faltaba muy poco para que publicara Against Interpretation. Nadie hubiera pensado en Sontag como una «joven emergente», ni siquiera cuando en realidad estaba «emergiendo». La idea es tan absurda e hilarante como imaginar a Sontag refiriéndose en tono reverente y aniñado con el título de «señor» a algún otro intelectual o colega suyo mayor que ella.

Sin embargo, todo esto ha cambiado, y hoy abundan los adultos que no se «autoperciben» como tales. ¿Cuál es el motivo del cambio?

Creo que la primera vez que noté que algo raro estaba ocurriendo fue cuando un amigo comenzó a decir:

A mis 35 años…

En ese momento me di cuenta de que yo no sabía si mi amigo lo estaba diciendo en el sentido de «como una persona completamente adulta» o en el sentido de «como un jovenzuelo inexperto». Aunque lo segundo, en mi opinión (opinión siempre inactual, impermeable desde la infancia a las modas), era un disparate, comprendí con vago horror que él se consideraba un jovenzuelo inexperto, y que esa no era la excepción, sino la norma.

Desde hace como mínimo dos décadas, nuestro mundo se ha llenado de adultos de 30, 40 y más años que niegan psicóticamente su edad real. Esa negación psicótica, ese terror a la asunción de la propia, no vejez, sino mera adultez, se manifiesta en muchos otros fenómenos, desde el éxito de estilos francamente infantiloides de comunicación hasta la viralización de hashtags delirantes como #adulting.

Ese terror no es patológico; está acorde con el principio de realidad: los mayores son los grandes perdedores en el mercado laboral, y en tiempos de precarización extrema eso vuelve peligroso para la supervivencia en una sociedad capitalista el hecho natural e inevitable de cumplir años. Lo patológico no es el terror, sino la negación reactiva por la cual, en vez de buscar soluciones y rebelarnos contra un destino injusto, nos cubrimos los ojos para no ver que lo tenemos enfrente, acercándose inexorablemente a nosotros.

No tenemos casa, ahorros, jubilación, futuro; no tenemos estabilidad laboral, garantías, derechos ni modo efectivo de presión para exigir su cumplimiento, porque toda organización solidaria ha desaparecido, disuelta en nuestro universo atomizado. Hemos retrocedido en todos los terrenos, y, en medio de la abrumadora inseguridad de nuestras circunstancias materiales, hemos quedado a merced del poder prácticamente absoluto de una contraparte impune. En el colmo de la burla, se nos predica que «emprendamos», que nos «reinventemos», que disfrutemos de no estar atados a nada –ni a posesiones, ni a bienes, ni a contratos mínimamente razonables–, que descubramos los placeres del coworking, que apreciemos los encantos de convivir con roomies, que hagamos, en suma, de la precariedad virtud.

La burda división en «generaciones» inventadas por el marketing disgregó y debilitó aún más el tejido social. Miramos como si fueran alienígenas a personas de las que nos separan unos años porque en el fondo sabemos lo corta que es la distancia entre nosotros y ellos y tenemos terror de llegar a su edad. El uso comercial y sin valor científico del término «generación» debió su éxito precisamente a ese terror y volvió aún más difícil pensar, no solo en términos de organización efectiva, sino de auténtica camaradería. Ese uso fue aceptado en parte por ignorancia, pero sobre todo por cobardía, por egoísmo, y también quizá porque en épocas de debilidad reconforta ser adulados por imágenes que nos reflejan como protagonistas de nuestra era, y sentirnos superiores a otros con nuestros memes de «Ok, boomer», superioridad engañosa que ahora usurpará –«Ok, milenial»– la generación Z.

Aterrados ante el abismo que nos espera cuando, gracias a nuestra obsolescencia programada, se haya desvanecido todo vestigio del simulacro de juventud con que el deformante espejo de las redes sociales nos encandiló, y nuestra fecha de caducidad quede a la vista, elegimos drogarnos con la ilusoria prolongación de nuestra adolescencia, que hace a tantos adultos hablar y actuar como niños hasta que dejan de ser óptimos como fuerza de trabajo y pierden relevancia en el mercado y comienzan a verse cada vez menos representados en la ubicua iconografía de nuestro mundo conectado 24/7, crecientemente desplazados por imágenes de nuevos jóvenes –centenials, alfa, and so on– que a su turno sufrirán la misma suerte, porque estas no son respuestas realistas a la encrucijada en la que estamos. Son trampas.

Notas

(1) «The fear of becoming old is born of the recognition that one is not living now the life that one wishes». Susan Sontag, «On Self», The New York Times Magazine, 10 de septiembre de 2006. En línea (en inglés): https://www.nytimes.com/2006/09/10/magazine/10sontag.html

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