La vida y legado de un ruso blanco en el Paraguay

Cuando el doctor Constantino Gramatchicoff, ruso blanco excombatiente de la Primera Guerra Mundial y de la Guerra Civil Rusa, especializado en heridas de guerra –refugiado en París–, vio en la prensa francesa, en 1933, que había guerra en Sudamérica, no pensó dos veces para ofrecer sus servicios como médico. Allí comienza la historia de una de las tantas familias rusas exiliadas de su tierra que buscó un lugar para rehacer su vida en algún rincón del planeta. Y ese nuevo terruño fue el Paraguay.

La arquitecta Lucía Gióvine Gramatchicoff pasa revista al álbum fotográfico de la familia. Varias fotografías ilustran el libro.
La arquitecta Lucía Gióvine Gramatchicoff pasa revista al álbum fotográfico de la familia. Varias fotografías ilustran el libro. Pedro Gonzalez

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Es increíble cómo las vivencias de una familia desterrada y exiliada de su país resumen la vida de un inmigrante y el relato se convierte en el reflejo de la convulsionada historia de un país y del mundo en determinado momento.

Lo confirma el libro Dr. C. Gramatchicoff. Huellas de una familia de rusos blancos en Paraguay, de la arquitecta Lucía Elena Gióvine Gramatchicoff (Editorial Arandurã), que será presentado el miércoles 27 de septiembre en la Academia Paraguaya de la Historia. Y qué mejor ocasión. Ese día se cumplen 90 años de su llegada a nuestro país en un barco carguero, a los 43 años y con 32 francos en el bolsillo.

“Siempre quise ser escritora, desde los 9 años quería contar la historia de mis abuelos. Mamá se sentaba en la máquina a coser y yo a su lado la escuchaba, apasionada con la historia de mis antepasados”, confiesa orgullosa la autora, nieta de Constantino Gramatchicoff.

El relato cobra forma en las memorias de Elena Gramatchicoff, madre de la autora, quien llegó a los 8 años al Paraguay junto con su madre Valentina Vodopianoff de Gramatchicoff y su hermana Kira en un caluroso 10 de enero de 1935 para reunirse con su padre, quien ya estaba en pleno servicio en el Chaco.

La vida también es una sucesión de milagros muchas veces y eso se siente en el relato en varios lugares y pasajes. Uno muy conmovedor es que el doctor Gramatchicoff obtuvo un adelanto de un año de salario para reunir a su familia.

Alentada Lucía Gióvine por el hecho de que su abuelo es uno de los setenta oficiales rusos blancos que estuvieron en la Guerra del Chaco, empezó a investigar sobre la colectividad rusa desde 1993 y ha entrevistado a quienes llegaron al Paraguay a muy temprana edad. Una de sus entrevistadas fue su propia madre Elena, cuyo relato quedó registrado en al menos diez casetes, suficientes para un libro entero. Una bolsita de seda china con la figura de un dragón bordada con hilos de oro que atesoraba su madre le proveyó de una profusa documentación y varios álbumes, las fotografías de la familia. Increíblemente en una época en que no se conocía de celulares con cámara, los aspectos más importantes de la vida de los protagonistas quedaron registrados en fotografías.

La vida de cualquier inmigrante

“En este libro, Lucía nos permite conocer de primera mano y en primera persona las vicisitudes de los inmigrantes rusos, y con ello intuimos las vivencias que la migración en general acarrea”, comenta en el prólogo la Arq. Annie Granada Peña.

Destaca que no solo es la historia de un joven médico militar y su novia enfermera en la Primera Guerra Mundial y cómo se dio el cambio en la vida de cada uno de ellos a raíz de la transformación política de su patria, sino también podría ser la historia de cualquier inmigrante, sea árabe, japonés, italiano, cubano, venezolano que haya llegado y sigue llegando en busca de mejores horizontes superando la pobreza, la inseguridad de las mujeres y niños, la precariedad de la vida en Asunción y en el campo.

Gióvine rescata que la inmigración rusa comenzó en 1924, el próximo año se cumplen 100 años, y el libro rescata datos y familias que ya estaban viviendo en el Paraguay. Trabajaban en el Ministerio de Guerra y Marina, y como ya se veía venir la guerra con Bolivia, se habían incorporado al Ejército. Otro grupo formaba parte de la Oficina de Ingenieros, hoy Ministerio de Obras Públicas, para la realización de caminos. Varios se sumaron desde la Argentina y entre 1933 y 1934 llegaron unos diez entre ellos Gramatchicoff y Vysokolan.

Expulsados de su tierra

Los “rusos blancos” eran en su mayoría partidarios del zar Nicolás II y fueron llamados así porque formaban parte del ejército de voluntarios contrarrevolucionarios que llevaban una cinta blanca en la gorra y el brazo como distintivo de los integrantes del Ejército Rojo que portaban una cinta roja durante la Guerra Civil Rusa.

Tras la revolución de octubre de 1917, comenzó el largo camino del exilio cuando el doctor Gramatchicoff, precisamente miembro del ejército voluntario, tuvo que enviar a su esposa Valentina con sus hijos Kira (de dos años) y Aleksei (de 5 meses) a Constantinopla para protegerlos de la ola de matanzas y asaltos. Gran cosa no pudieron llevar consigo, salvo algunas joyas cosidas dentro de un peluche, que muchas veces los soldados le sacaban a los niños porque sabían del contenido. Aquí ocurrió otro milagro porque el de ellos no corrió tal suerte. Pero, un duro golpe fue el fallecimiento de Aleksei a los un año y diez meses. Tuvieron que enterrarlo en el Cementerio de la Comunidad Ortodoxa Rusa en Constantinopla.

“Cuando en 1923 Turquía se convirtió en una República y las tropas aliadas se retiraron de los territorios ocupados y también de Constantinopla, se levantaron los campamentos y los rusos, sin documentos, con el estigma de refugiados políticos, tenían que buscar un lugar donde vivir”. Así conocieron el desarraigo, la humillación y la nostalgia. “En el corazón de todos esos exiliados la Santa Madre Rusia murió el día del asesinato del zar Nicolás II y su familia”, menciona el prólogo.

Los Gramatchicoff tuvieron que buscar refugio en Francia, donde nació en 1924 Elena, la que nos cuenta la historia, pero la familia debía seguir buscando un lugar seguro para sobrevivir. Así surgió la posibilidad de ir al Sudán francés en plantaciones de sisal desde 1925 hasta 1932, año en que volvieron a Francia. En el periplo africano vivieron momentos muy felices con sus exóticas mascotas: una mangosta, un chimpancé y un guepardo. La colectividad se mantuvo unida en torno a la mesa con sus comidas y celebraciones tradicionales.

En la Madre de Ciudades

Con la familia ya instalada en Asunción, los Gramatchicoff hicieron una vida normal siempre en comunión con la colectividad. A través de la obra se puede conocer la historia misma de la capital paraguaya y alrededores (Tapuá, Emboscada) durante varias décadas del siglo XX. Todas las alusiones a familias de inmigrantes con las que se relacionaban tienen su historia al pie de página y se puede saber algo de ellos. Los Fleischer ocupan un espacio muy especial.

Una de las vivencias centrales se dio en Villa Aurelia, entonces ubicada en las afueras de Asunción, donde las distintas familias interactuaban y mantenían sus costumbres.

Aparece María Berguengrin de Ouschakoff, una dama que dio que hablar en su época. “El libro salió totalmente por intuición. Traté de conservar la forma de hablar de mamá. Era muy simpática, sabía contar y tenía una memoria impresionante. Recordaba todos los detalles”, dice Gióvine.

También transcurre en varios otros puntos como Villa Morra, el centro de Asunción y Sajonia en las sucesivas mudanzas.

Una niña tras el armisticio en el Chaco

Un capítulo que se constituye en un conmovedor relato inédito es el de Elena cuando fue llevada en diciembre de 1936 por su padre, el Dr. Gramatchicoff, a su puesto en el Servicio de Sanidad del Sector Norte Carandayty. La presencia de la niña de 12 años en el escenario de la guerra, en el periodo de desmovilización mientras se aguardaba la firma del Tratado de Paz, es una valiosa fuente histórica, tal vez nunca antes contada.

“De Asunción fuimos en barco hasta Puerto Casado. Ahí nos quedamos en el casino, y había un trencito que más bien era para los soldados; para los oficiales había una autovía, que iba un poco más rápido hasta Punta Riel, en el km 160. Teníamos que llegar hasta Camacho –hoy Mariscal Estigarribia– (...) En Picuiba había un arenal... Para pasar se ponían unas maderas delante de las ruedas delanteras y traseras del camión, pasaba sobre ellas y enseguida las ruedas giraban y se volvían a hundir en la arena...”, relata Elena.

“Las descripciones que ella hace no las encontré en ningún otro libro. Se han escrito montones porque Stroessner permitía a sus camaradas publicar sus relatos o memorias bajo el rótulo de Obras Útiles, que se publicaban gratuitamente, pero se obligaba luego a los militares a que las compren. Creo que esta crónica narrada por mi madre con las fotografías se constituyen en el primer testimonio de ese tiempo”, apunta Gióvine.

Una bofetada a Stroessner

El doctor Gramatchicoff volvió del Chaco en 1940 y fue comisionado al Regimiento de Artillería en Paraguarí y se hizo amigo del mayor Stephan Vysokolan y Alejandro Andreieff.

Aquí aparece otro relato inédito de Elena que hace referencia a una partida de ajedrez en la casa de Gramatchicoff donde también estaba Alfredo Stroessner, que simpatizaba con los pensamientos nazifascistas de entonces. Empezó una discusión que fue subiendo de tono hasta que cuando salieron a la calle Gramatchicoff le propinó una trompada a Stroessner, quien no reaccionó en ese momento, pero tampoco nunca le perdonó y que finalmente derivó en que el ruso fuera confinado a Itakyry tras pasar a retiro en 1951 ni bien asumió la presidencia Federico Chaves y delegó en Stroessner el Comando en Jefe de las Fuerzas Armadas de la Nación.

Esta etapa de la vida en el Alto Paraná fue épica por el aislamiento y la lejanía que significaba. Solo se podía llegar desde Asunción en avión o yendo en tren hasta Encarnación, y de allí navegando por el río Paraná.

Allí terminó sus días la pareja hasta que ambos vinieron a Asunción ya en vísperas de su muerte, primero el Dr. Gramatchicoff, el 19 de junio de 1959, a los 68 años, y luego Valentina, el 11 de julio, tan solo 21 días después, a los 64 años. De un soplo se esfumaba la vida de dos personas que tanto la han vivido a plenitud. Sus restos reposan en el Cementerio Ortodoxo Ruso de la Recoleta.

-¿Alguna vez quisieron volver a Rusia?

“Todos los rusos blancos que dejaron su patria soñaban con que se fuera el comunismo y ellos puedan volver a su país. Cuando le hice la pregunta a mamá, ella me dijo que mi abuelo sí quería volver, pero mi abuela no. Ella prefería quedarse con los buenos recuerdos. Pero mi abuelo sí quería volver, quizás porque tras dejar su tierra nunca más supo de sus padres ni del resto de su familia. Mi abuela al menos sabía dónde estaban enterrados sus padres, pero mi abuelo nada de nada”, concluye Lucía Gióvine.

En Agenda

El libro Dr. C. Gramatchicoff. Huellas de una familia de rusos blancos en Paraguay, de Lucía Elena Gióvine Gramatchicoff, editado bajo el sello de Arandurã con apoyo del Fondo Nacional de la Cultura y las Artes (Fondec), será presentado el miércoles 27 de septiembre, a las 19:00, en la Academia Paraguaya de la Historia (Edificio La Piedad, Andrés Barbero 230 esq. Artigas).

pgomez@abc.com.py

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