La ambición malsana ha sustituido al patriotismo

En este nuevo aniversario de la Paz del Chaco, que puso fin a una guerra que salvó a la patria de la mutilación y la deshonra, al decir del general José Félix Estigarribia, comandante en jefe del ejército en campaña, es oportuno preguntarse si la “paz” que hoy reina en el país es aquella con la que soñaban nuestros gloriosos combatientes. Claro que no se está librando una lucha armada interna, como la que muchas más de una vez asolaron al país: las actividades criminales de la mafia y de la banda que responde a las siglas EPP, están muy lejos de conllevar una suerte de guerra civil. Pero si la paz significa también una relación armónica, con seguridad, resulta indudable que aún es necesario hacer realidad el noble lema de “Paz y Justicia”, inscrito en uno de los escudos nacionales. Lamentablemente, nuestros gobernantes han venido tolerando todo tipo de tropelías, para ellos mismos y sus grupos, con tal de mantenerse en el poder, porque la ambición malsana ha reemplazado al patriotismo.

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En el Paraguay de hoy, los derechos a la seguridad ciudadana para la vida y los bienes de los habitantes, a la tranquilidad, ya sea en las calles o en los hogares, a la propiedad, y otros, suelen ser ignorados ante la defección de los organismos encargados de preservarlos y la actuación –a menudo impune– no solo de los hampones y de los delincuentes de guante blanco, muchas veces buscando imponer sus pretensiones lesionando legítimos intereses de terceros. Se alega, por ejemplo, que “no hay que criminalizar la lucha social”, pero ocurre que se invaden inmuebles o se reclama alguna asistencia estatal impidiendo el libre tránsito y vulnerando, por extensión, el derecho de los demás al trabajo. No se trata de casos triviales, en la medida en que también pueden afectar la convivencia pacífica.

La paz no condice con la creciente inseguridad interna ni con el desastroso estado de los sistemas sanitario y educativo, atribuible a que la ineptitud campea y a que el dinero de los contribuyentes es malversado de continuo; la enfermedad y la ignorancia deben ser combatidas, atendiendo el bien común y el individual.

La corrupción desaforada convierte en letra muerta la garantía de igualdad de oportunidades para gozar de los beneficios de la naturaleza, de los bienes materiales y de la cultura, con lo que se genera un vasto caldo de cultivo para la violencia. La armonía no puede reinar donde “unos son más iguales que otros”, esto es, cuando la judicatura se somete a los poderes político y económico, anulando así la igualdad para acceder a ella y la que debe existir ante las leyes. Hacerse justicia por sí mismo es un recurso desesperado al que se llega cuando el Estado incumple su deber básico de preservar el orden público y dar a cada uno lo suyo; dado que el Estado paraguayo no lo está haciendo como es debido, cabe afirmar que no está imperando la paz que anhelaban los excombatientes de la Guerra del Chaco, sino una pervertida por una serie de vicios que provocan enfrentamientos abiertos o soterrados.

La paz que reina en una sociedad democrática no es la de los sepulcros, sino una compatible con el pleno ejercicio de las libertades; las inevitables discrepancias deben dirimirse en el marco de las leyes, mediante el voto o el fallo, sin recurrir a la violencia o al fraude. En pocas palabras, el Paraguay actual no habrá sido el soñado en 1935 por aquellos beneméritos, ya casi todos extintos, de modo que es preciso esforzarse para redimirlo de sus notorias lacras. La corrupción, el contrabando, el narcotráfico, la violencia y otros males que hoy agobian a nuestro país son intolerables en una sociedad que se cree digna de la historia protagonizada por los heroicos defensores del Chaco.

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